domingo, 24 de abril de 2022

Fragmento de la novela Las Puertas del Tiempo


Fragmento de la novela “Las Puertas del Tiempo”

Berlín, Alemania. Abril de 1938 

Desde la habitación del hotel veía ondear los cientos de banderas que colgaban de los altos edificios a lo largo de la avenida Wilhelmstraße. Sobre el rojo intenso de la tela resaltaba la esvástica negra inscrita en un círculo blanco. La llamada Nationalflagge, había sido declarada recientemente bandera oficial de la Alemania nazi. Se asomó por la ventana, centenares de uniformados de color gris-terroso le recordaron el estado de guerra que parecía relajarse en la apacible calma del salón del bar, amenizando la mañana de los comensales con música de Wagner. 

Matthew bajó para reunirse con Raymond quién se encontraba en compañía del empresario alemán Dieter Frei. Recién partían en un convertible azul, cuando de repente se vieron atrapados en el tráfico de una multitud de coches y tranvías estacionados en el cruce de la calle. La gente salía a bocanadas de todas partes, los ocupantes de los vehículos se unían a la gran masa que se arremolinaba en la arteria principal para ver pasar a Hitler. Matthew corrió tras la multitud aferrado a su cámara fotográfica, entre tanta algarabía no escuchaba a Raymond que trataba de alcanzarlo. Le era imposible ver nada, sólo escuchaba el retumbar de las botas de un grueso destacamento. Tras de sí, vio salir a un par de individuos de un edificio, y ¡Hurra! –Pensó- habían dejado la puerta abierta. Subió las escaleras hasta el rellano de un pasillo cuya ventana daba justo sobre la avenida. Su corazón latía con sobresaltos entre el abrir y cerrar del diafragma de su cámara fotográfica. Durante unos minutos permaneció inmóvil, incrédulo, mientras veía alejarse al último batallón de las SS. En breves instantes la multitud también se retiraba y los vehículos comenzaban a circular, cuando el estallido de una bomba voló por los aires un comercio de judíos que se encontraba justo bajo sus pies. 

Connecticut, USA. 1938

Seis meses después. 

Era uno de esos días naranjas de otoño, cuando las frondas de los árboles cubren con su manto de hojas doradas, los caminos y senderos de la hermosa región de Nueva Inglaterra. Cimentada en una zona boscosa frente al río Connecticut, en las proximidades del poblado de Middletown, la casa rodeada de un jardín multicolor, era el apacible espacio en el que Matthew pasaba la mayor parte del tiempo. Había dejado las muletas semanas atrás y sólo algunas cicatrices por la intervención de la pierna izquierda, le recordaban tan lamentable suceso acontecido en el mal logrado reportaje fotográfico en Berlín. 

La fresca mañana agitaba con el viento las cortinas de la habitación, y sin ánimo de nada, veía moverse a ratos las páginas desordenadas de un periódico, que reposaba desde hacía meses sobre el escritorio de su estudio. El viento arreció y el diario junto con otros documentos, volaron hasta quedar atrapados en un rincón del salón. Con parsimonia cerró la ventana, recogió los papeles, que de nuevo sobre el escritorio permanecieron inertes, hasta que su vista se clavó en el encabezado del New York Times, que tantas veces leyera una y otra vez. “Alemania Enemigo Implacable del Pueblo Judío”. Raymond Moore, había entregado el artículo personalmente en las oficinas del diario, la nota bastante extensa, debía narrar los acontecimientos ocurridos ese día en Berlín, pero el fotógrafo no quería saber nada del asunto, incluso había pensado en renunciar a su cargo como reportero gráfico de prensa, aunque no estaba del todo convencido, por lo pronto esperaría algunos meses hasta su cabal recuperación.  

En ese estado de abulia, comenzaba a dormitar recargado en el cojín de un sillón, cuando escuchó insistente la bocina de un claxon, Matthew se asomó por la ventana y a lo lejos vio aproximarse un coche. Reconoció de inmediato a Raymond que le hacía señas desde la ventanilla derecha del vehículo, el fotógrafo salió de inmediato, apresurado se encaminó hasta la puerta del jardín para recibirlos. Mientras saludaba a su amigo, el conductor, un hombre entrado en años sacaba de su maletín un paquete. Isaac Roit, dijo Ray sin más a modo de presentación. Los tres hombres se sentaron en una mesa de la terraza, Emma, la tía de Matthew y Ethel su sobrina, quiénes los habían visto desde la ventana de una de las habitaciones, les llevaron limonada y unos pastelillos recién sacados del horno. 

Issac por conducto de Dieter Frei, le hacía llegar al fotógrafo las pertenencias que llevaba el funesto día del atentado. Matthew colocó el paquete sobre la mesa, y sin mostrar ningún sentimiento de gratitud o sorpresa inició una conversación banal sobre el estado del tiempo. Raymond intentó romper el hielo iniciando un diálogo con su acompañante, tema que no tardó en hacer eco sobre los tres personajes. Isaac Roit de origen judío, recién llegado de Alemania, había tenido en Berlín junto con su esposa Isska, un próspero negocio de alta costura de bordados y tejidos, que realizaban sobre manteles, toallas, sábanas, carpetas y todo tipo de lienzos de alta calidad. La familia Frei, de gran tradición y arraigo germánico, fue desde sus inicios uno de sus principales clientes. Dieter quién en su juventud había pasado algunas temporadas en Estados Unidos negociando sus “calculadoras mecánicas”, había hecho fortuna con las máquinas cuya firma, sus antepasados habían adquirido en 1892. El patriarca de los Frei, compró la patente del sistema Odhnerder, lo que le permitió fabricar en Alemania las máquinas llamadas "Brunksviga", a las que más tarde le fue adaptando innumerables mejoras. 

En 1930 Dieter acudió a las oficinas del New York Times, en plena época de la Gran Depresión, para incrustar un anuncio sobre sus productos que comenzaban a tambalearse frente a su acérrimo competidor, de la prestigiosa empresa Burroughs. Casualmente conoció a Raymond en un café de la Gran Manzana, donde los periodistas de diversos diarios locales y del interior, solían darse cita. Con frecuencia se reunían en el café Club-Broadway y guardarían desde entonces una estrecha amistad. Algunas anécdotas de esa época fueron el tema de conversación que distrajo a los tres hombres por un par de horas. Prometiendo reunirse nuevamente, Issac le dijo al señor Anderson que esperaba le fuera grato reencontrarse de nuevo con su cámara fotográfica. -Gracias… gracias- repitió Matthew quién advirtió hasta ese momento, su falta de interés hacia los objetos que le había hecho llegar Dieter Frei, no se molestó en preguntar a su emisario por el alemán, pues supuso que el hombre se encontraba metido en medio de una espantosa guerra, la que sin duda alguna, terminaría terriblemente mal.   

Entre los bolsillos del chaleco caqui que llevaba aquel día permanecían aún los rollos fotográficos que había adquirido antes de partir a Europa. Guardó las cajas sin abrir y separó un carrete que se disponía a revelar, lo había etiquetado con el nombre de Mary Queen. Indeciso, no le apartaba la vista a la cámara que mostraba algunas abolladuras y ligeros raspones en el fuelle, más notorios eran los rastros de suciedad e incluso algunas manchas de sangre que parecían cubrir parte del lente. Dejó a un lado el rollo y se dispuso a limpiar con exquisita parsimonia su maltratada cámara. Cuando terminó, se dio cuenta que había quedado como nueva, descubrió también que el funcionamiento no había sido dañado e incluso tomó un par de fotografías agotando así las 36 exposiciones. 

Había trabajado gran parte de la noche en el cuarto oscuro, dejó secando los negativos y volvió al día siguiente para realizar el revelado de la película. Las fotografías en blanco y negro sacudieron sus confusos recuerdos. Desconcertado y nervioso las examinó más de una vez, esbozó una recapitulación mental de los acontecimientos, reconoció las primeras fotografías que había tomado desde la ventana del hotel, recordó el ondear de las banderas y los cientos de hombres uniformados a lo largo de la avenida. Más elocuentes aún, eran las siguientes imágenes, la posición favorable desde la ventana del edificio le permitió hacer tomas excelentes de la comitiva del führer. Tres vehículos le seguían y al final de ellos, un batallón motorizado de las SS remataba el paseo de Hitler hasta la cancillería. Después de eso, solo una gran mancha oscura permaneció en su mente, hasta que, postrado en un hospital de Boston comenzó a recuperar la memoria, y poco a poco fueron sanando sus graves heridas.

Intrigado, observó con pesar, que una de las fotografías se había velado, pero al examinarla con una lupa se dio cuenta que la multitud de la acera de enfrente se apreciaba nítida, era más bien, algún extraño efecto, tal vez de iluminación que alteró el enfoque de esa fotografía. El cuarto vehículo en el cual viajaban unas mujeres, mostraba una estela borrosa, al menos eso parecía, sin embargo, le costó trabajo aceptar que el rastro lo producía la larga cabellera de las mujeres, el viento arrastraba sus cabellos creando ese efecto inusual. A pesar de sus grandes esfuerzos, no recordó en lo absoluto haber visto ningún vehículo con mujeres. Se sintió incómodo frente al temor de encontrarse de nuevo en medio de una laguna mental. Quizá era un simple olvido, todo había ocurrido tan rápido, no obstante, no podía quedarse con la duda, así que regresó al cuarto oscuro y realizó varias amplificaciones de la misma escena. 

Le pareció que una de las mujeres era una rubia de mirada insondable, el aumento de la imagen le permitió apreciar con gran detalle las perfectas facciones de la misteriosa dama. Las otras dos veían hacia la multitud del otro lado de la acera, pero ciertamente al igual que la rubia, llevaban larguísimo el cabello castaño. La enigmática situación lo había dejado sin aliento, confuso y fatigado salió a caminar un rato bajo las frondas agitadas de los arces y el aire fresco de la tarde. 

En el jardín encontró a su tía Emma charlando con unos desconocidos, el terreno aledaño, distante a tan sólo veinte o treinta metros de su propiedad, sería dinamitado. Una gigantesca roca caliza, poblada de tramo en tramo por escasos arbustos, emitía con el sol, la blancura y el brillo de los cristales de cuarzo adosados en la piedra. La inminente construcción de una residencia alejaría del paisaje el promontorio que en su infancia, el fotógrafo había escalado cientos de veces. El técnico daba los pormenores a Emma para que tomaran sus precauciones. Matthew insistió con los ingenieros sobre el asunto de la conservación boscosa de la zona, no tuvo que hacer mucho hincapié al respecto, ese tema ya se había tomado en consideración. En fin, sólo quedaba esperar buenos vecinos, al menos a él le gustaba la soledad, en cambio a su tía se le iluminaba el rostro cuando podía compartir con alguien su deliciosa tarta de manzana. 

Pasada la demolición, un fin de semana, celebraban en casa de los Anderson, el cumpleaños de la tía Emma. La familia bastante numerosa, tíos, primos, sobrinos y nietos, reunidos en el jardín, se preparaban, unos arreglando la mesa, otros poniendo carne en el asador, mientras los más pequeños correteaban tras algunos patos que alguien había traído, como trueque a cambio de verduras y hortalizas del huerto. Matthew mataba el tiempo en el estudio mientras llegaba Raymond con su familia, ese día comprobó que la ropa le quedaba grande, llevaba una barba descuidada y su cabello negro comenzaba a pintar algunas canas. Se vio en el espejo, estaba pálido, más bien demacrado, al menos sus grandes ojos azules y su ocasional sonrisa lo libraban de verse mayor. Sin embargo, él se sentía viejo a sus treinta y cuatro años. Raymond tenía la misma edad y era la imagen opuesta de lo que él veía en el espejo en ese momento. 

Su invitado no tardó en llegar, Allison y las niñas se fueron directo a la cocina. Respiró hondo, se acomodó el cuello de la chaqueta y bajó a saludarlos. Por fortuna nadie comentó sobre su estado de salud, que si no había mejorado, tampoco era para alarmarse. La reunión duró menos de lo pensado, las nubes anunciaron tormenta y cuando cayeron las primeras gotas de lluvia, los invitados ya se habían ido. Allison y Emma ponían orden en la casa mientras Raymond y Matthew conversaban en el estudio. 

-Revelé las fotos. -Dijo el fotógrafo con cierto malestar.

-¿Se salvaron?

-Sí… todas. La cámara también.

-¿Puedo verlas? –Preguntó Ray con verdadera curiosidad.

-Aún no, antes quiero hacerte una pregunta.

-No entiendo ¿de qué se trata?

-¿Recuerdas la comitiva de Hitler?

-Por supuesto, imposible olvidarlo.

-¿Cuántos vehículos seguían el coche del Führer? –preguntó Matthew algo alterado.

-Tres

-¿Seguro?

-¡Completamente! no me cabe la menor duda.

Matthew permaneció en silencio, pensativo, con la cabeza hundida entre las manos. Ray se alarmó, finalmente dijo -¿Tiene eso importancia? -Matthew no contestó, le hizo un ademán a su amigo para que lo siguiera.

Casi siempre Ray terminaba aceptando las ideas descabelladas de Matthew. En las vacaciones del último año en la secundaria, recrearon una cámara oscura de tamaño descomunal. La construyeron en el estacionamiento del colegio y durante una semana, Raymond anunció la función mágica de unos títeres que bailaban de cabeza. Matthew construyó el cuarto oscuro de dos metros por metro y medio con unas mantas negras, barrotes y tablas que pintó completamente de negro. Ningún rayo luminoso entraba al interior, a no ser por un pequeño orificio que arrojaba luz en la superficie interior opuesta, reflejando las imágenes de los muñecos que Matthew agitaba desde afuera. La función duraba cinco minutos y cabían sentados en el cuarto, tres o cuatro chiquillos. Al principio fue una broma, después un magnífico negocio y al final un incidente deplorable. Un día se armó una pelotera cuando intentaron entrar al mismo tiempo seis o más chiquillos. Tratando de poner orden entre el jaloneo, los barrotes se aflojaron y una tabla cayó en la cabeza de Matthew, perdió el conocimiento y durante algunos días no recordó ni su nombre. 

Raymond lo siguió hasta el estudio, por un instante pensó que no debía alterar más el precario ánimo de su amigo, caviló incluso, si debía aceptar que eran cuatro vehículos, cualquier cosa, con tal de no incrementar su frágil estado emocional. Entraron en la habitación, Matthew había ampliado todas las fotografías, las había pegado en la pared en riguroso orden, tal cual había ocurrido en el desfile. Ray enmudeció, le temblaron las piernas y fue necesario que el fotógrafo le acercara una silla. Los dos sentados frente a la pared, permanecieron largo rato en silencio.

-Me pregunto -dijo Matthew, con la voz entrecortada -¿Cuántos vehículos habrá visto Dieter Frei? Ray tardó en contestar, finalmente dijo –Ahora que lo mencionas, Dieter no presenció el desfile, de hecho no lo volví a ver. Cuando te encontrabas en el hospital mandó unos documentos con un oficial de las SS, para que pudiéramos salir del país en un barco que transportaba judíos refugiados hacia América.  

Ambos se sentían petrificados, sorprendidos, atemorizados… justamente atemorizados. Pero era un temor que en vez de aniquilar, te enaltece, te llena de rabia, te fortalece ante lo desconocido. Raymond se levantó de la silla, avanzó con paso seguro y se detuvo frente a la fotografía del cuarto vehículo. Era nítida, inconfundible, sólo el conductor y las tres mujeres en el asiento trasero. Sin moverse giró su vista hacia el vehículo anterior, reconoció a Joseph Goebbels, lo señaló con el dedo y dijo -es el Ministro de Propaganda de Hitler. Controla los medios de comunicación -agregó sin voltear para ver a Matthew.

-Lo sé, junto a él, saludando a la multitud están el Dr. Theodor Morell médico personal del führer y Rudolph Hess.

-¿Sabías que Rudolph Hess colaboró con Hitler en la redacción de su libro “Mein Kampf” (Mi Lucha) 

- Sí, también sé que cuando se casan en Alemania, los novios reciben de regalo dicho libro.

Los dos se intercambiaron miradas de – ¿Y ahora qué…?

Raymond continuó señalando con su dedo y nombrando a todos los ocupantes de los tres vehículos. Se detuvo frente al Mercedes Benz donde viajaba Hitler, la nitidez de la fotografía hacía posible ver el número de la matrícula de la limusina descapotada, 1A 148461, el führer iba de pie, al lado del chofer, con la mano derecha en alto, realizando su saludo inconfundible. En ambos lados de la acera la gente vitoreaba a su líder tras la columna infranqueable de los uniformados de las SS. Matthew se levantó del asiento, se paró junto a Ray, señaló varias fotografías al tiempo que decía –te aseguro que ni un alfiler hubiera podido penetrar la valla humana. ¿Entonces… de dónde salió este vehículo? -levantó el tono de voz y golpeó con el puño de la mano, varias veces la fotografía del coche donde aparecían las mujeres. 

Raymond encendió un cigarrillo, se sentó nuevamente, lo imitó el fotógrafo, apenas le había dado unas bocanadas al tabaco cuando apretó la colilla sobre un cenicero. Nervioso se levantó del asiento, sacó un par de vasos y sirvió un poco de whisky. Encendió el tacadiscos, mientras escuchaban Porgy and Bess, de George Gershwin, a Matthew se le ocurrió una idea. Sin darse cuenta, sonreía para sus adentros.

-¿Qué piensas? -Le preguntó Ray

-¿Sabes cuánto tiempo de exposición se necesita para hacer una fotografía?

-Ni idea, supongo que es muy variable, en tal caso, muy poco. -Contestó Raymond con aparente desgano.

-Exacto, muy, muy poco… una fracción de segundo.

-¿Y eso, a qué viene al caso?

-¿No lo captas?

-¿Qué debo captar? habla claro. -No te lo había mostrado, porque ni yo mismo lo entendí al principio –dijo el fotógrafo sacando de una carpeta una secuencia de tres fotografías que había ampliado tamaño carta. En las fotos se veía una niña sentada en el suelo, asomando su rostro de entre las piernas de los soldados de las SS. En la siguiente fotografía el rostro de la niña mostraba una iluminación inusual que la había obligado a cerrar los ojos, en la tercera secuencia, la niña aparece con las manos en el rostro cubriéndose los ojos.

-¿Lo captas?

-Mmmm, déjame ver los originales -dijo Ray apresurándose al muro donde estaban pegadas las primeras amplificaciones. Era evidente, en la foto del tercer vehículo de la comitiva de Hitler se podía observar con nitidez el rostro de la niña. En la siguiente fotografía, justo cuando pasa el vehículo de las mujeres, en efecto, el semblante de la niña proyecta una luz inusual, incluso se puede apreciar un gesto cuando cierra los ojos. En la tercera toma, que capta el momento preciso en que va entrando el batallón motorizado, la pequeña se ha cubierto los ojos. 

Raymond se alejó de la pared y observó desde lejos la escena fotográfica. Matthew encendió otro cigarrillo sin apartarle la vista al muro. –Es muy simple -dijo, tomando de la mesa el sobre donde estaban impresas las fotos en su tamaño original. Tomó las tres fotografías que armaban el complejo del enigma y se las mostró a Ray, formando con ellas un abanico entre sus manos. Lo que realmente ocurrió es esto –dijo agitando las fotografías -sin embargo, –agregó en el preciso momento en el que arrojaba al suelo la fotografía de las mujeres -Todos nosotros, hemos sido testigos sólo de una parte de la realidad. Hemos presenciado algo de lo que no tenemos conciencia, pero nuestra percepción por alguna razón no lo ha registrado en la memoria. Esta es la realidad –agitó con fuerza las dos fotografías -nuestra limitada realidad. 

Raymond no pudo disimular un escalofrío que recorrió como un rayo todo su cuerpo.

-Sabes Ray… no descansaré hasta saber qué sucedió en ese intervalo de tiempo, capaz de alterar tan dramáticamente nuestra comprensión.

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