Berlín, Alemania. Abril de 1938
Desde la habitación del hotel veía ondear los
cientos de banderas que colgaban de los altos edificios a lo largo de la avenida
Wilhelmstraße. Sobre el rojo intenso de la tela resaltaba la esvástica negra
inscrita en un círculo blanco. La llamada Nationalflagge, había sido declarada
recientemente bandera oficial de la Alemania nazi. Se asomó por la ventana, centenares
de uniformados de color gris-terroso le recordaron el estado
de guerra que parecía relajarse en la apacible calma del salón del bar, amenizando
la mañana de los comensales con música de Wagner.
Matthew bajó para reunirse con Raymond quién
se encontraba en compañía del empresario alemán Dieter Frei. Recién partían en
un convertible azul, cuando de repente se vieron atrapados en el tráfico de una
multitud de coches y tranvías estacionados en el cruce de la calle. La gente
salía a bocanadas de todas partes, los ocupantes de los vehículos se unían a la
gran masa que se arremolinaba en la arteria principal para ver pasar a Hitler.
Matthew corrió tras la multitud aferrado a su cámara fotográfica, entre tanta
algarabía no escuchaba a Raymond que trataba de alcanzarlo. Le era imposible
ver nada, sólo escuchaba el retumbar de las botas de un grueso destacamento.
Tras de sí, vio salir a un par de individuos de un edificio, y ¡Hurra! –Pensó-
habían dejado la puerta abierta. Subió las escaleras hasta el rellano de un
pasillo cuya ventana daba justo sobre la avenida. Su corazón latía con
sobresaltos entre el abrir y cerrar del diafragma de su cámara fotográfica.
Durante unos minutos permaneció inmóvil, incrédulo, mientras veía alejarse al
último batallón de las SS. En breves instantes la multitud también se retiraba
y los vehículos comenzaban a circular, cuando el estallido de una bomba voló
por los aires un comercio de judíos que se encontraba justo bajo sus pies.
Connecticut, USA. 1938
Seis meses después.
Era uno de esos días naranjas de otoño, cuando
las frondas de los árboles cubren con su manto de hojas doradas, los caminos y senderos
de la hermosa región de Nueva Inglaterra. Cimentada en una zona boscosa frente
al río Connecticut, en las proximidades del poblado de Middletown, la casa
rodeada de un jardín multicolor, era el apacible espacio en el que Matthew
pasaba la mayor parte del tiempo. Había dejado las muletas semanas atrás y sólo
algunas cicatrices por la intervención de la pierna izquierda, le recordaban
tan lamentable suceso acontecido en el mal logrado reportaje fotográfico en
Berlín.
La fresca mañana agitaba con el viento las
cortinas de la habitación, y sin ánimo de nada, veía moverse a ratos las
páginas desordenadas de un periódico, que reposaba desde hacía meses sobre el
escritorio de su estudio. El viento arreció y el diario junto con otros documentos,
volaron hasta quedar atrapados en un rincón del salón. Con parsimonia cerró la
ventana, recogió los papeles, que de nuevo sobre el escritorio permanecieron
inertes, hasta que su vista se clavó en el encabezado del New York Times, que tantas veces leyera una y otra vez. “Alemania Enemigo Implacable del Pueblo
Judío”. Raymond Moore, había entregado el artículo personalmente en las
oficinas del diario, la nota bastante extensa, debía narrar los acontecimientos
ocurridos ese día en Berlín, pero el fotógrafo no quería saber nada del asunto,
incluso había pensado en renunciar a su cargo como reportero gráfico de prensa,
aunque no estaba del todo convencido, por lo pronto esperaría algunos meses
hasta su cabal recuperación.
En ese estado de abulia, comenzaba a dormitar recargado
en el cojín de un sillón, cuando escuchó insistente la bocina de un claxon,
Matthew se asomó por la ventana y a lo lejos vio aproximarse un coche. Reconoció
de inmediato a Raymond que le hacía señas desde la ventanilla derecha del
vehículo, el fotógrafo salió de inmediato, apresurado se encaminó hasta la
puerta del jardín para recibirlos. Mientras saludaba a su amigo, el conductor,
un hombre entrado en años sacaba de su maletín un paquete. Isaac Roit, dijo Ray
sin más a modo de presentación. Los tres hombres se sentaron en una mesa de la
terraza, Emma, la tía de Matthew y Ethel su sobrina, quiénes los habían visto desde
la ventana de una de las habitaciones, les llevaron limonada y unos pastelillos
recién sacados del horno.
Issac por conducto de Dieter Frei, le hacía
llegar al fotógrafo las pertenencias que llevaba el funesto día del atentado.
Matthew colocó el paquete sobre la mesa, y sin mostrar ningún sentimiento de gratitud
o sorpresa inició una conversación banal sobre el estado del tiempo. Raymond
intentó romper el hielo iniciando un diálogo con su acompañante, tema que no
tardó en hacer eco sobre los tres personajes. Isaac Roit de origen judío, recién
llegado de Alemania, había tenido en Berlín junto con su esposa Isska, un
próspero negocio de alta costura de bordados y tejidos, que realizaban sobre manteles,
toallas, sábanas, carpetas y todo tipo de lienzos de alta calidad. La familia
Frei, de gran tradición y arraigo germánico, fue desde sus inicios uno de sus
principales clientes. Dieter quién en su juventud había pasado algunas temporadas
en Estados Unidos negociando sus “calculadoras mecánicas”, había hecho fortuna con
las máquinas cuya firma, sus antepasados habían adquirido en 1892. El patriarca
de los Frei, compró la patente del sistema Odhnerder, lo que le permitió fabricar
en Alemania las máquinas llamadas "Brunksviga", a las que más
tarde le fue adaptando innumerables mejoras.
En 1930 Dieter acudió a las oficinas del New York Times, en plena época de la Gran
Depresión, para incrustar un anuncio sobre sus productos que comenzaban a
tambalearse frente a su acérrimo competidor, de la prestigiosa empresa Burroughs.
Casualmente conoció a Raymond en un café de la Gran Manzana, donde los
periodistas de diversos diarios locales y del interior, solían darse cita. Con
frecuencia se reunían en el café Club-Broadway y guardarían desde entonces una
estrecha amistad. Algunas anécdotas de esa época fueron el tema de conversación
que distrajo a los tres hombres por un par de horas. Prometiendo reunirse
nuevamente, Issac le dijo al señor Anderson que esperaba le fuera grato
reencontrarse de nuevo con su cámara fotográfica. -Gracias… gracias- repitió
Matthew quién advirtió hasta ese momento, su falta de interés hacia los objetos
que le había hecho llegar Dieter Frei, no se molestó en preguntar a su emisario
por el alemán, pues supuso que el hombre se encontraba metido en medio de una
espantosa guerra, la que sin duda alguna, terminaría terriblemente mal.
Entre los bolsillos del chaleco caqui que
llevaba aquel día permanecían aún los rollos fotográficos que había adquirido antes
de partir a Europa. Guardó las cajas sin abrir y separó un carrete que se
disponía a revelar, lo había etiquetado con el nombre de Mary Queen. Indeciso,
no le apartaba la vista a la cámara que mostraba algunas abolladuras y ligeros
raspones en el fuelle, más notorios eran los rastros de suciedad e incluso
algunas manchas de sangre que parecían cubrir parte del lente. Dejó a un lado
el rollo y se dispuso a limpiar con exquisita parsimonia su maltratada cámara.
Cuando terminó, se dio cuenta que había quedado como nueva, descubrió también
que el funcionamiento no había sido dañado e incluso tomó un par de fotografías
agotando así las 36 exposiciones.
Había trabajado gran parte de la noche en el
cuarto oscuro, dejó secando los negativos y volvió al día siguiente para realizar
el revelado de la película. Las fotografías en blanco y negro sacudieron sus
confusos recuerdos. Desconcertado y nervioso las examinó más de una vez, esbozó
una recapitulación mental de los acontecimientos, reconoció las primeras fotografías
que había tomado desde la ventana del hotel, recordó el ondear de las banderas
y los cientos de hombres uniformados a lo largo de la avenida. Más elocuentes
aún, eran las siguientes imágenes, la posición favorable desde la ventana del
edificio le permitió hacer tomas excelentes de la comitiva del führer. Tres vehículos
le seguían y al final de ellos, un batallón motorizado de las SS remataba el
paseo de Hitler hasta la cancillería. Después de eso, solo una gran mancha oscura
permaneció en su mente, hasta que, postrado en un hospital de Boston comenzó a recuperar
la memoria, y poco a poco fueron sanando sus graves heridas.
Intrigado, observó con pesar, que una de las
fotografías se había velado, pero al examinarla con una lupa se dio cuenta que
la multitud de la acera de enfrente se apreciaba nítida, era más bien, algún
extraño efecto, tal vez de iluminación que alteró el enfoque de esa fotografía.
El cuarto vehículo en el cual viajaban unas mujeres, mostraba una estela
borrosa, al menos eso parecía, sin embargo, le costó trabajo aceptar que el
rastro lo producía la larga cabellera de las mujeres, el viento arrastraba sus
cabellos creando ese efecto inusual. A pesar de sus grandes esfuerzos, no
recordó en lo absoluto haber visto ningún vehículo con mujeres. Se sintió
incómodo frente al temor de encontrarse de nuevo en medio de una laguna mental.
Quizá era un simple olvido, todo había ocurrido tan rápido, no obstante, no
podía quedarse con la duda, así que regresó al cuarto oscuro y realizó varias
amplificaciones de la misma escena.
Le pareció que una de las mujeres era una
rubia de mirada insondable, el aumento de la imagen le permitió apreciar con
gran detalle las perfectas facciones de la misteriosa dama. Las otras dos veían
hacia la multitud del otro lado de la acera, pero ciertamente al igual que la
rubia, llevaban larguísimo el cabello castaño. La enigmática situación lo había
dejado sin aliento, confuso y fatigado salió a caminar un rato bajo las frondas
agitadas de los arces y el aire fresco de la tarde.
En el jardín encontró a su tía Emma charlando
con unos desconocidos, el terreno aledaño, distante a tan sólo veinte o treinta
metros de su propiedad, sería dinamitado. Una gigantesca roca caliza, poblada
de tramo en tramo por escasos arbustos, emitía con el sol, la blancura y el
brillo de los cristales de cuarzo adosados en la piedra. La inminente construcción
de una residencia alejaría del paisaje el promontorio que en su infancia, el
fotógrafo había escalado cientos de veces. El técnico daba los pormenores a Emma
para que tomaran sus precauciones. Matthew insistió con los ingenieros sobre el
asunto de la conservación boscosa de la zona, no tuvo que hacer mucho hincapié
al respecto, ese tema ya se había tomado en consideración. En fin, sólo quedaba
esperar buenos vecinos, al menos a él le gustaba la soledad, en cambio a su tía
se le iluminaba el rostro cuando podía compartir con alguien su deliciosa tarta
de manzana.
Pasada la demolición, un fin de semana, celebraban
en casa de los Anderson, el cumpleaños de la tía Emma. La familia bastante
numerosa, tíos, primos, sobrinos y nietos, reunidos en el jardín, se
preparaban, unos arreglando la mesa, otros poniendo carne en el asador,
mientras los más pequeños correteaban tras algunos patos que alguien había
traído, como trueque a cambio de verduras y hortalizas del huerto. Matthew mataba
el tiempo en el estudio mientras llegaba Raymond con su familia, ese día
comprobó que la ropa le quedaba grande, llevaba una barba descuidada y su
cabello negro comenzaba a pintar algunas canas. Se vio en el espejo, estaba
pálido, más bien demacrado, al menos sus grandes ojos azules y su ocasional sonrisa
lo libraban de verse mayor. Sin embargo, él se sentía viejo a sus treinta y
cuatro años. Raymond tenía la misma edad y era la imagen opuesta de lo que él
veía en el espejo en ese momento.
Su invitado no tardó en llegar, Allison y las
niñas se fueron directo a la cocina. Respiró hondo, se acomodó el cuello de la
chaqueta y bajó a saludarlos. Por fortuna nadie comentó sobre su estado de
salud, que si no había mejorado, tampoco era para alarmarse. La reunión duró
menos de lo pensado, las nubes anunciaron tormenta y cuando cayeron las
primeras gotas de lluvia, los invitados ya se habían ido. Allison y Emma ponían
orden en la casa mientras Raymond y Matthew conversaban en el estudio.
-Revelé las fotos. -Dijo el fotógrafo con
cierto malestar.
-¿Se salvaron?
-Sí… todas. La cámara también.
-¿Puedo verlas? –Preguntó Ray con verdadera
curiosidad.
-Aún no, antes quiero hacerte una pregunta.
-No entiendo ¿de qué se trata?
-¿Recuerdas la comitiva de Hitler?
-Por supuesto, imposible olvidarlo.
-¿Cuántos vehículos seguían el coche del
Führer? –preguntó Matthew algo alterado.
-Tres
-¿Seguro?
-¡Completamente! no me cabe la menor duda.
Matthew permaneció en silencio, pensativo, con
la cabeza hundida entre las manos. Ray se alarmó, finalmente dijo -¿Tiene eso
importancia? -Matthew no contestó, le hizo un ademán a su amigo para que lo
siguiera.
Casi siempre Ray terminaba aceptando las ideas
descabelladas de Matthew. En las vacaciones del último año en la secundaria, recrearon
una cámara oscura de tamaño descomunal. La construyeron en el estacionamiento
del colegio y durante una semana, Raymond anunció la función mágica de unos
títeres que bailaban de cabeza. Matthew construyó el cuarto oscuro de dos metros
por metro y medio con unas mantas negras, barrotes y tablas que pintó
completamente de negro. Ningún rayo luminoso entraba al interior, a no ser por
un pequeño orificio que arrojaba luz en la superficie interior opuesta,
reflejando las imágenes de los muñecos que Matthew agitaba desde afuera. La función
duraba cinco minutos y cabían sentados en el cuarto, tres o cuatro chiquillos.
Al principio fue una broma, después un magnífico negocio y al final un incidente
deplorable. Un día se armó una pelotera cuando intentaron entrar al mismo
tiempo seis o más chiquillos. Tratando de poner orden entre el jaloneo, los
barrotes se aflojaron y una tabla cayó en la cabeza de Matthew, perdió el
conocimiento y durante algunos días no recordó ni su nombre.
Raymond lo siguió hasta el estudio, por un
instante pensó que no debía alterar más el precario ánimo de su amigo, caviló
incluso, si debía aceptar que eran cuatro vehículos, cualquier cosa, con tal de
no incrementar su frágil estado emocional. Entraron en la habitación, Matthew
había ampliado todas las fotografías, las había pegado en la pared en riguroso
orden, tal cual había ocurrido en el desfile. Ray enmudeció, le temblaron las
piernas y fue necesario que el fotógrafo le acercara una silla. Los dos
sentados frente a la pared, permanecieron largo rato en silencio.
-Me pregunto -dijo Matthew, con la voz
entrecortada -¿Cuántos vehículos habrá visto Dieter Frei? Ray tardó en
contestar, finalmente dijo –Ahora que lo mencionas, Dieter no presenció el
desfile, de hecho no lo volví a ver. Cuando te encontrabas en el hospital mandó
unos documentos con un oficial de las SS, para que pudiéramos salir del país en
un barco que transportaba judíos refugiados hacia América.
Ambos se sentían petrificados, sorprendidos,
atemorizados… justamente atemorizados. Pero era un temor que en vez de
aniquilar, te enaltece, te llena de rabia, te fortalece ante lo desconocido.
Raymond se levantó de la silla, avanzó con paso seguro y se detuvo frente a la
fotografía del cuarto vehículo. Era nítida, inconfundible, sólo el conductor y
las tres mujeres en el asiento trasero. Sin moverse giró su vista hacia el
vehículo anterior, reconoció a Joseph Goebbels, lo señaló con el dedo y dijo
-es el Ministro de Propaganda de Hitler. Controla los medios de comunicación -agregó
sin voltear para ver a Matthew.
-Lo sé, junto a él, saludando a la multitud
están el Dr. Theodor Morell médico personal del führer y Rudolph Hess.
-¿Sabías que Rudolph Hess colaboró con Hitler
en la redacción de su libro “Mein Kampf” (Mi Lucha)
- Sí, también sé que cuando se casan en
Alemania, los novios reciben de regalo dicho libro.
Los dos se intercambiaron miradas de – ¿Y ahora
qué…?
Raymond continuó señalando con su dedo y
nombrando a todos los ocupantes de los tres vehículos. Se detuvo frente al Mercedes
Benz donde viajaba Hitler, la nitidez de la fotografía hacía posible ver el
número de la matrícula de la limusina descapotada, 1A 148461, el führer iba de
pie, al lado del chofer, con la mano derecha en alto, realizando su saludo
inconfundible. En ambos lados de la acera la gente vitoreaba a su líder tras la
columna infranqueable de los uniformados de las SS. Matthew se levantó del
asiento, se paró junto a Ray, señaló varias fotografías al tiempo que decía –te
aseguro que ni un alfiler hubiera podido penetrar la valla humana. ¿Entonces…
de dónde salió este vehículo? -levantó el tono de voz y golpeó con el puño de
la mano, varias veces la fotografía del coche donde aparecían las mujeres.
Raymond encendió un cigarrillo, se sentó
nuevamente, lo imitó el fotógrafo, apenas le había dado unas bocanadas al tabaco
cuando apretó la colilla sobre un cenicero. Nervioso se levantó del asiento,
sacó un par de vasos y sirvió un poco de whisky. Encendió el tacadiscos, mientras
escuchaban Porgy and Bess, de George Gershwin, a Matthew se le ocurrió una
idea. Sin darse cuenta, sonreía para sus adentros.
-¿Qué piensas? -Le preguntó Ray
-¿Sabes cuánto tiempo de exposición se
necesita para hacer una fotografía?
-Ni idea, supongo que es muy variable, en tal
caso, muy poco. -Contestó Raymond con aparente desgano.
-Exacto, muy, muy poco… una fracción de
segundo.
-¿Y eso, a qué viene al caso?
-¿No lo captas?
-¿Qué debo captar? habla claro. -No te lo
había mostrado, porque ni yo mismo lo entendí al principio –dijo el fotógrafo
sacando de una carpeta una secuencia de tres fotografías que había ampliado
tamaño carta. En las fotos se veía una niña sentada en el suelo, asomando su
rostro de entre las piernas de los soldados de las SS. En la siguiente
fotografía el rostro de la niña mostraba una iluminación inusual que la había
obligado a cerrar los ojos, en la tercera secuencia, la niña aparece con las
manos en el rostro cubriéndose los ojos.
-¿Lo captas?
-Mmmm, déjame ver los originales -dijo Ray apresurándose
al muro donde estaban pegadas las primeras amplificaciones. Era evidente, en la
foto del tercer vehículo de la comitiva de Hitler se podía observar con nitidez
el rostro de la niña. En la siguiente fotografía, justo cuando pasa el vehículo
de las mujeres, en efecto, el semblante de la niña proyecta una luz inusual, incluso
se puede apreciar un gesto cuando cierra los ojos. En la tercera toma, que
capta el momento preciso en que va entrando el batallón motorizado, la pequeña se
ha cubierto los ojos.
Raymond se alejó de la pared y observó desde
lejos la escena fotográfica. Matthew encendió otro cigarrillo sin apartarle la
vista al muro. –Es muy simple -dijo, tomando de la mesa el sobre donde estaban
impresas las fotos en su tamaño original. Tomó las tres fotografías que armaban
el complejo del enigma y se las mostró a Ray, formando con ellas un abanico
entre sus manos. Lo que realmente ocurrió es esto –dijo agitando las
fotografías -sin embargo, –agregó en el preciso momento en el que arrojaba al
suelo la fotografía de las mujeres -Todos nosotros, hemos sido testigos sólo de
una parte de la realidad. Hemos presenciado algo de lo que no tenemos
conciencia, pero nuestra percepción por alguna razón no lo ha registrado en la
memoria. Esta es la realidad –agitó con fuerza las dos fotografías -nuestra
limitada realidad.
Raymond no pudo disimular un escalofrío que
recorrió como un rayo todo su cuerpo.
-Sabes Ray… no descansaré hasta saber qué sucedió
en ese intervalo de tiempo, capaz de alterar tan dramáticamente nuestra comprensión.
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