Salía de su oficina cuando sonó el teléfono. Alcanzó a tomar la llamada.
-Holaaa
-¿Susan Lee?
-Si ¿quién llama?
-Dasha Ivanovic… de Dasha Antiques.
-Mujer que sorpresa, hace más de un año que no
sé de ti.
-Necesito verte, tienes algo que me interesa.
-Qué raro… sólo cuando necesitas algo me
llamas.
-No seas dura, he estado viajando y con mucho
trabajo. ¿Cuándo podemos vernos? ¿Podría ser hoy?
-Si me invitas a comer, podemos vernos al rato
¿en el Ukrop está bien?
-Hecho -dijo Dasha y colgó
En plena temporada de deshielo, las gotas de escarcha fundida que caían de las ramas de los árboles formaban un llamativo espectáculo en las márgenes del río Connecticut. Salió de la carretera lateral del afluente para tomar la 99 South hasta el entronque con la 91 North. Dio la vuelta en el retorno y se estacionó frente al restaurante. Entró al establecimiento, Dasha aún no había llegado, nada extraordinario en ella, siempre extravagante y desesperadamente impuntual. Pero a una prima lejana, poseedora de un insondable y recóndito tesoro del conocimiento oculto, nada se le podía negar.
Grigori Ivanovic, bisabuelo de Dasha se había afincado en Rocky Hill a principios del año l800. Procedente de una provincia croata llamada Rijeka, pisó tierras norteamericanas acompañado de cuatro enormes baúles, que contenían, según él, la sabiduría de todos los tiempos. Vecino de Austin Lee, pronto iniciaron una fuerte amistad que terminaría con el tiempo en lazos familiares. El croata se casó con una hermana de Lee con la cual tuvo varios hijos, nietos y bisnietos. De ese linaje era Dasha. Grigori, apuesto, alto, de ojos claros y rubio, no tardó en hacerse de cierta jerarquía en la localidad. Su don de palabra y su elocuente persuasión fueron determinantes sobre la voluntad de su cuñado, con quién habría de fundar en 1839 una sociedad secreta llamada “PI”.
Susan vio el reloj en el momento en que Dasha entraba como un sol, iluminando a su paso a todo aquel que podía percibir su encantadora sonrisa. Durante la comida el tema fue superficial, ambas mujeres se limitaron a disfrutar la ocasión después de tanto tiempo sin verse. Mientras esperaban al camarero con la cuenta, la rusa, apodo que bien le caracterizaba, le dijo a su prima –la siguiente parada es en mi casa. Ambas se enfilaron a una zona residencial que tenía acceso por una estrecha carretera, donde la espesura tupida del bosque creaba bajo el solitario camino, una perfecta bóveda vegetal de un hermoso colorido y tupido follaje. La residencia de tres pisos, rodeada de jardines, terrazas y una singular piscina en forma de trébol, era la clara imagen del imperio que la familia Ivanovic, había cimentado desde sus inicios.
Susan respiraba complacida el aire señorial de la residencia, estupendo mobiliario, gran cantidad de antigüedades y obras de arte –recuerdos de viajes. –decía su prima que poco le faltaba para afirmar sin exageración, que no había rincón en la Tierra, que sus ojos no hubiesen admirado. Se instalaron en una confortable salita, un genuino Jacob Marrell adornaba la pared sobre la chimenea. La pintura parecía exhalar el aroma de las flores enmarcando un estrecho vínculo visual, con el brocado de los muebles que simulaba rosas de pétalos tersos y suaves. Con refinada destreza, Dasha encendió un cigarrillo encajado en una larga boquilla de marfil tallada con motivos geométricos de nudos celtas. Sin preámbulos dijo después de arrojar el humo de una intensa bocanada –necesito el tercer volumen de la colección de dibujos de Otto Presl. Sé que lo tienes… -continuó, -mi abuelo se lo regaló a tu padre y yo lo necesito ahora.
-¡Vale una fortuna! -Exclamó Susan
-La colección vale una fortuna, yo tengo la
colección, tú sólo tienes el tercer volumen.
-Eso te va a costar mucho dinero.
-No tengo dinero, es por eso que me urge
vender la colección.
-¿Y con qué piensas pagarme?
-Posiblemente yo tengo algo que tú necesitas.
Susan permaneció pensativa unos minutos, levantándose del asiento -dijo. –En un momento regreso. Cuando entró de nuevo a la salita, a punto de entregarle a su prima una carpeta que había sacado de la guantera de su vehículo, titubeó. Demasiado tarde, su prima jalaba con fuerza el documento. -¿Qué tenemos aquí? –decía la rusa abriendo con parsimonia un sobre donde se veía en su interior, solamente una fotografía…
…Dasha vio con evidente curiosidad el interior
del sobre que contenía la fotografía. Saboreando el momento que intuyo de gran
importancia, agitó los delicados dedos de su mano derecha, y sin apremio,
sustrajo con el índice y el pulgar, la enigmática imagen impresa que su prima,
por un instante dudó en revelarle. La rusa vio la fotografía durante largo rato
sin comentar absolutamente nada, con el entrecejo fruncido al fin dijo -¿Sabes
en que lío te has metido querida prima?
-¿Por qué lo dices?
-Niña, no tienes idea.
-Déjate de perspicacias y dime que sabes al
respecto.
-Bueno, por lo pronto te diré que la mujer se
llama… -hizo una pausa que a Susan le pareció un siglo. -Se llama María
Orsitsch, o Marija Oršić si lo prefieres, o incluso aún, más sencillo,
simplemente, María Orsic.
-¿Y…?
-Bueno, no mucho –dijo la rusa que había encendido otro cigarrillo después de insertarlo en su elegante boquilla de marfil. Susan sacó de su bolso una cigarrera de plata adornada con flores de lis en oro. En el momento que la abrió, no pudo disimular el temblor acusado de sus manos. Con cierto esfuerzo sacó un gaulois sin filtro, de tabaco oscuro y fuerte aroma que de inmediato, al encenderlo, inundó toda la habitación.
-María nació en Zagreb –añadió la rusa sin apartarle la vista a la fotografía -el 31 de octubre de 1895, de padre croata y madre alemana-vienesa.
-¿Y las otras mujeres.
-Están de espaldas, no las puedo identificar… pero muy probablemente son Traute y Sigrun. O tal vez, Traute y Heike… cualquiera de ellas.
Susan iba a formular otra pregunta justo
cuando Dasha intervino -¿De dónde sacaste la fotografía? –Es complicado
–contestó la bibliotecaria.
-Pues descomplícalo, para que yo pueda
entenderlo.
-Tengo un amigo… -murmuró Susan -en realidad
es amigo de Hunter, compañeros del periódico. Se llama Matthew Anderson. Hacía
un reportaje en Alemania para el New York
Times, junto con el editorialista Raymond Moore… Matthew tomó la
fotografía.
-¿Algo más que debas decirme? Inquirió la rusa
en tono inflexible.
-Sí… la foto fue tomada en un desfile militar
de Hitler y…
-¿Y qué?
-Y… –Susan apagó el cigarrillo, viendo de
frente a su prima, le dijo –el vehículo de las mujeres no formaba parte del
desfile, simplemente apareció de la nada en la fotografía.
-¿Mencionaste a Raymond Moore?
-Sí… qué hay con él?
-Por el momento no puedo decirte mucho. Sólo
te adelanto que él puede estar implicado en todo esto.
-Por qué lo dices. –Se te acabó tu crédito –indicó
la rusa, haciendo un guiño seguido de una leve sonrisa. La mujer se levantó con
determinación del asiento encaminándose hacia una vitrina, de una ranura de doble
fondo sacó una llave. Susan no le apartaba la vista a Dasha que no tardó en
abrir la gaveta de un mueble del que sacó una carta. –Querida prima -dijo,
sería interesante que le mostraras este documento a tu amigo, y por supuesto,
no está por demás decirte, que corres peligro.
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