Fragmento de la
novela INMORTALIDAD
CAPÍTULO 16
MALLORCA 1478
Pamela inició esa noche la lectura de su precioso libro “Immortalitat”.
La primera página mostraba el título enmarcado en una viñeta algo borrosa color
sepia con símbolos vegetales muy abstractos, simétricos y laboriosamente
entrelazados. Con el siguiente epígrafe daba principio la primera página del
antiguo y misterioso ejemplar.
Ocórrer en el temps dels somnis. Maig 1478
Ocurrió en el tiempo de los sueños. Mayo de 1478
Sobre las altas montañas, al extremo oriental de la sierra
Tramuntana en la costa norte de la isla de Mallorca, la ermita de Sant Miquel
se alza a 540 metros del nivel del mar y desde sus amplias terrazas se ven al
norte las azules aguas del Mediterráneo. El pequeño edificio con su torre,
campanario y sacristía de planta octogonal está construido totalmente de piedra
arenisca. Remata el mesurado espacio una bóveda de media naranja revestida en
su interior con tejas adosadas, y al exterior la esférica superficie se
encuentra recubierta por piezas polícromas de cerámica. En la fachada una tosca
puerta de madera adopta en la parte superior la forma de un arco de medio
punto. Este único acceso está enmarcado por pilastras y protegido por un
bastimento sobre el cual hay un pequeño rosetón flamígero de estilo
predominantemente gótico.
En su interior, sobrio y oscuro, bajo los gruesos nervios de
la bóveda, una imagen de la virgen Negra espera el inicio de la romería.
Con las primeras luces del alba, se escucha a lo lejos el
fragor mezclado de cánticos y rezos, que la multitud arrobada en la fe de la
Cruz y la virgen Negra ejecuta al unísono con piadoso orfeón de voces
discordantes, estremeciendo hasta las ánimas nocturnas aposentadas en el camino
tortuoso de la montaña. Flanqueado de barrancas y descollados precipicios a la
vera de un estrecho sendero, el tropel anuncia su cercanía con el rumor
cacofónico de alguna plegaria entremezclado entre el balar y el campanilleo
rítmico de las ovejas.
El fértil paisaje de vetustos árboles de ciprés y olivos se
abre abruptamente en la explanada de la colina al frente de la ermita de Sant
Miquel. A lontananza, los danzantes preludian con flautas de arcilla, gaitas y
tambores la aparición de los peregrinos de una singular procesión disfrazada de
ángeles y diablos, seguida por un grupo de jóvenes mujeres vestidas con túnicas
descoloridas en tonos de azul sombrío, portando sobre su cabeza pesadas
canastas con panes y flores silvestres. Amanece y los primeros rayos del sol
incitan el bullanguero fervor de los bailarines llegados de Llucmajor, quienes
ejecutan frente a los devotos espectadores, arriesgadas pirámides humanas,
mostrando con soltura y contento al equilibrista más joven que en lo alto
despliega una cesta repleta de almendras y albaricoques prodigados en sus
frondosos campos al sur de Mallorca.
El ruido retumbante crece alrededor de los grupos de
aldeanos que se disponen a lo largo y ancho de la explanada de la ermita acicalando
los puestos de venta de quesos, aceitunas, ajos, salchichas, agasaje, buñuelos
y típicas figurillas hechas de madera de la aceituna, original del pueblo de
Alfabia. El campanilleo de las ovejas y el silbido de las siurells hechas de
arcilla caracteriza el jolgorio brioso de los danzantes venidos a pie desde
Portol, que no amaina ni en garbo ni en fuerza ni aún después de 15 horas de
agreste viaje serpenteando las fatigosas veredas.
Cuando el sol apenas toca con sus rayos la Cruz de piedra,
la sombra del santo monumento levantado junto a la ermita se proyecta en ese
instante varios metros al amparo de los danzantes que alternan sus bailes de
gaitas y tamborileos con voces y corrillos típicos de las regiones aledañas. De
súbito, se hace el silencio en el instante en que el Magister Prinio Corella,
sale de la ermita acompañado de varios monjes portando una pequeña imagen en
talla de madera de la virgen Negra. Corella oficia la Santa Misa y bendice las
ofrendas y los animales domésticos, y todos los bienes interiores y exteriores,
para que así, -el milagro de la gracia divina prodigue por siempre.
En ese momento, el campanario de la ermita, Santuario del
Cristo y de la virgen Negra, tañe su campana con aires de fiesta estallando
exultante el fervor público de las alegres consagraciones. Con la algarabía
cesa el rumor de la cascada en la montaña y el murmullo de los manantiales se
trastoca con la música estridente que acompaña a los bailarines. En un
pandemónium de gentes hilarantes los chiquillos corretean por la explanada
mientras sus madres venden pan dulce relleno de espinaca picante. Otras más
anuncian a gritos la cosecha de naranja de las arboledas que abundan en la
montaña. Algunos puestos improvisados ofrecen ungüentos y plantas medicinales
para curar todos los males de la tierra incluyendo las dolencias del alma. El
jugo de naranja apaga la sed de los ajetreados caminantes, pero los hombres
jóvenes y viejos prefieren refrescarse con licor de Binissalem de pujante
tradición romana o mejor aún, los más curtidos se reconfortan con buenos tragos
de vino de Malvasia afamado desde el tiempo de los moros en toda la región de
la sierra Tramuntana. Los primeros peregrinos parten con la luz de la luna
antes del amanecer del día siguiente.
Cuando el sol despunta en el alba, sólo los estragos de la
romería son el mudo testigo de las fiestas anuales a la venerada virgen Negra.
Y ahí, en medio de esa tempestiva soledad, aparece como una fortuita
revelación, frente a la Cruz de piedra, una preciosa niña. El Magister Prinio
Corella, quien está a punto de iniciar su camino de regreso al monasterio de
San Salvador voltea a la explanada para dar un último adiós. En el recinto sus
ojos se encuentran con los de ella, la niña permanece de pie, a contraluz,
ondeando sus largos cabellos dorados como una premonición que habría de
recordar vívidamente el clérigo dieciocho años después. Pere Ferrater presencia
la insólita escena. Él, su cuñada, su esposa y su hija Apel se retiraban, y
tras de ellos Melissa, la pequeña de siete años, la hija de nadie, la olvidada
en la ermita, la inocente infeliz de la virgen Negra, la criatura abandonada
del Cristo, la niña patrona de los peregrinos los sigue con mansedumbre, en
silencio, sin decir una sola palabra, sin expresar temor, pena ni sufrimiento.
Pamela despertó aún con los ojos llenos de lágrimas, se vio
reflejada en un lacerante espejo de circunstancias similares, amó infinitamente
a esa niña y a la distancia de más de quinientos años sintió su desventura como
propia. Las heridas las cura el tiempo y la suya era reciente, al menos eso
pensaba ella.
Inmortalidad
(sincronía)
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